Los pecados de Cristina
Cristina había sido un misterio desde el primer día que la conocí. Con sus modales reservados y su rostro siempre cubierto, irradiaba una devoción intensa que, para muchos, era el símbolo de una fe profunda. Los domingos eran días especiales; me llamaba puntualmente a las 9:00 a.m. para llevarla a la iglesia, o al menos, eso era lo que yo pensaba. La imagen de una joven piadosa, vestida con ropa modesta que le llegaba hasta los tobillos y con la cabeza siempre oculta tras un velo, se convirtió en una rutina habitual para mí.
"A la iglesia, por favor," me decía con una voz tranquila cada vez que subía al auto. A veces me aventuraba a hacerle preguntas mientras la observaba por el retrovisor, pero sus respuestas eran siempre breves, casi mecánicas. Un domingo, con algo de curiosidad, le pregunté: "¿Por qué cubres tu rostro, Cristina?"
"Es parte de honrar a Dios," respondió sin emoción. "Cubrir nuestro rostro y no exhibirnos ante los hombres es también un acto de amor, don Andrés."
No quise presionar más. Cada vez que intentaba ir más allá de lo superficial, me encontraba con una barrera impenetrable. Cristina parecía guardar algo más que su piel bajo esos velos. .
Un día, al dejarla en lo que ella llamaba "iglesia", no pude evitar notar la extrañeza del lugar. No había cruces, ni altares, ni ningún símbolo religioso reconocible. Solo un edificio austero, con paredes grises y ventanas selladas. Intenté bromear para romper la tensión. "No parece una iglesia común, ¿dónde están las cruces?", le dije, esperando que al menos sonriera. Pero su rostro no se inmutó. Extendió la mano, me pagó en silencio y salió del auto sin una palabra más. Observé cómo desaparecía detrás de la puerta, sintiendo un escalofrío que me recorrió la espalda.
Esa noche, mientras tomaba una última ronda de carreras con mis compañeros taxistas, algo extraño sucedió. En la distancia, vi a Cristina bajar de un coche con vidrios oscuros. No era su usual semblante tranquilo; parecía perturbada, casi quebrada. Me acerqué, esperando saludarla, pero cuando la vi de cerca, quedé paralizado. Su rostro, que usualmente permanecía cubierto, estaba descubierto, y lo que vi me heló la sangre. Tenía marcas en la piel, cicatrices recientes que parecían hechas con una punta afilada, como si algo o alguien hubiera marcado su rostro. Intenté llamarla, pero ella me miró con una expresión vacía, y rápidamente bajó la cabeza, caminando apresurada hacia su casa.
Al día siguiente, la inquietud me llevó a acercarme a la madre de Cristina cuando la vi en la tienda de la esquina. La saludé con una sonrisa, y tras unos minutos de charla, decidí preguntarle por Cristina. "¿Está bien? Ayer noté algo en su rostro…"
La madre de Cristina me miró como si no entendiera. "Cristina está perfectamente bien, don Andrés. No sé de qué me habla." En ese momento, vi a Cristina acercarse hacia nosotros. Para mi sorpresa, su rostro estaba completamente limpio, sin una sola marca. Me sonrió con la misma calidez de siempre, como si nada hubiera pasado. Confundido y desconcertado, me despedí de ellas y me alejé. Mientras caminaba hacia mi auto, no pude evitar preguntarme si había imaginado todo, pero mis compañeros confirmaron lo que yo había visto la noche anterior. Las marcas eran reales. Lo que sucedió después parecía imposible.
Durante dos semanas no supe nada más de Cristina. Mi preocupación crecía a cada día que pasaba sin noticias. No podía sacarme de la cabeza la imagen de su rostro marcado y la sensación de que algo oscuro se escondía detrás de esa fachada de piedad. Un domingo por la mañana, me dirigí al lugar donde solía dejarla. Al llegar, noté que el ambiente era aún más inquietante que antes. La estructura seguía siendo la misma, pero ahora había guardias en la entrada. Me acerqué, decidido a entrar, pero uno de los hombres, vestido completamente de blanco, me detuvo.
"¿Su credencial de los pecados?" me preguntó con tono grave, como si fuera lo más natural del mundo. Me quedé en shock, incapaz de entender lo que estaba pasando. - "¿Credencial de los pecados? ¿Qué es eso?"-, pregunté, sintiendo cómo la incomodidad crecía dentro de mí. El guardia no respondió más, solo me miró fijamente, dejando claro que no iba a dejarme pasar sin ese "documento". Desconcertado y sintiendo un nudo en el estómago, me retiré a mi auto, decidido a observar desde la distancia.
Después de varias horas, finalmente vi salir a Cristina. Estaba acompañada por su madre y otros miembros del culto. Caminaban en fila, con las cabezas gacha, como si llevasen una carga invisible. Pero lo que me dejó sin aliento fue el estado de Cristina. Su rostro y cuerpo estaban llenos de nuevas cicatrices, marcas que no estaban allí la última vez que la vi. Su piel parecía maltratada, como si hubiera sido sometida a algún tipo de ritual brutal. Intenté llamarla, pero su mirada era distante, vacía, como si el alma que alguna vez la habitó hubiera sido arrancada. No hubo respuesta, solo un silencio sepulcral que me dejó sin aliento.
Con el tiempo, el templo se cerró de manera repentina. Nadie en el barrio sabía lo que realmente había ocurrido allí dentro. Los rumores comenzaron a esparcirse, algunos hablaban de ritos oscuros, otros de sacrificios secretos. Pero la verdad se perdió con el cierre de ese lugar, y las respuestas que tanto buscaba quedaron sepultadas junto con los pecados de Cristina y su familia.
A la semana siguiente continué con mi rutina, cada día era una historia nueva, un pasajero nuevo y una vivencia nueva. Cristina cubrió sus pecados en ese lugar, y yo, solo sigo conduciendo.

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