Mercedes


—Al cementerio, por favor —escuché una voz pausada que delataba los años que cargaba. Era Mercedes, la señora de la 122. Solía llamarme cada quince días para que la llevara al cementerio.

—¿Cómo está, Doña Mercedes? —pregunté, observando por el retrovisor cómo unas lágrimas se deslizaban por sus arrugas, mientras sus labios temblorosos y su mirada perdida reflejaban su tristeza.

—No ha sido una buena semana —respondió, mirando hacia la ventana y acariciando sus tulipanes, que seguramente se quedarían en aquella tumba que visitaba.

¿Puedo contarle algo? exclamó con voz ansiosa, sabía que por dentro necesitaba desahogar, la escucho - fueron mis palabras firmes dándole a ella la confianza que el viaje hacia el cementerio, sería de gran desahogo.

Mientras la luz del semáforo se ponía en rojo, ella secó sus lágrimas y comenzó a relatar.

—Recuerdo con gran entusiasmo la época en que vivía con mi madre. Yo tenía 20 años y ella pasaba de los 50. Era mayor, con creencias antiguas inculcadas por sus padres, mis abuelos. Mi madre era una mujer muy dura, muy seria y firme en sus decisiones. Mis hermanos y yo le teníamos mucho respeto, pero a veces sentíamos que nos sobreprotegía demasiado.

—Comprendo —respondí, mientras le seguía la mirada por el retrovisor para que entendiera que, pese a estar conduciendo, la estaba escuchando.

Nos limitaba mucho en las cosas que habitualmente hacían los jóvenes de mi edad. Mis tíos resaltaban que yo era muy rebelde con ella, que debía respetarla y que lo que ella me enseñaba tenía su razón de ser. No lo dudaba de ninguna manera, pero sentía que estaba obstaculizando mi libertad.

Con el paso del tiempo, y ya siendo una profesional, tuve una relación amorosa muy dura, de la cual nació mi hija Cristina. Al principio, mi madre me regañaba a pesar de ser ya una mujer con trabajo, siempre resaltando la importancia de la familia. Era a la antigua: el compromiso, el hogar y todo aquello que engloba vivir en un entorno de paz.

Al vivir durante mucho tiempo en este encierro, que en tono de broma llamaba "esclavitud", solía hacer lo contrario a lo que mi madre quería. Indudablemente la amaba, pero nuestras creencias no coincidían y, por tal motivo, siempre discutíamos.

Después de mucho tiempo en el que ella no me hablaba por no tener un matrimonio perfecto, recibí la llamada de mi hermano. "Mamá está mal, será mejor que la visites", me dijo. Excusas, excusas,  y más excusas, repetía en cada llamada, insinuando que ellos querían que hiciera las paces con ella para que pudiéramos vivir como una familia unida. Pero yo, renuente, no quería darle la razón. Al ser joven, creía que me comería el mundo y que yo siempre tenía la línea firme, al contrario de ella, que vivía a la antigua. 

Pasó un año en el que recibí cuatro llamadas mensuales de mi hermano, pidiéndome que visitara a mamá. Sin embargo, yo no lo hacía, sentía que quien debía dar el primer paso era ella. Después de todo, pasó mucho tiempo disgustada conmigo luego de que quedara embarazada, lo que generó en mí una discordia que me impedía querer verla.

Pasaron dos años y mi hermano dejó de llamar. Me preguntaba cómo estaría mamá, pero nunca me atreví a llamarla. Siendo una mujer muy fuerte y firme, pensaba que enfermaba poco, pero esta vez, la situación parecía ser realmente seria.

Mientras escuchaba a Mercedes contar la historia de su madre, mi mente comenzaba a traerme recuerdos de la mía, recuerdos que llevo marcados en mi corazón, de aquella mujer fuerte que aún se dedica a cuidar de mí y de mis hermanos.

—¿No lo estoy aburriendo? —preguntó con su voz temblorosa mientras me veía de reojo desde el asiento trasero.

—No, Mercedes, continúe, la escucho —respondí con énfasis, asegurándole que su relato tenía mi total atención-

Con el paso del tiempo, decidí ir a casa a visitarlos, pues se acercaba la Navidad y sentía que era un buen momento para hacer las paces. Llevé a Cristina, mi hija, para que conociera a su abuela. A pesar de todo lo que había pasado entre nosotras, aún no se habían conocido.

Al llegar a casa, lo primero que noté fue la ausencia de los adornos navideños en la entrada. La puerta blanca, que solía estar adornada con la típica corona, ahora lucía desprovista de cualquier decoración. Todo se veía diferente; ya no había colores ni el espíritu festivo de antaño.

Al ingresar, encontré todo oscuro. El sillón de mamá seguía situado en la esquina junto a la ventana, donde solía observarnos cuando éramos pequeños, pero ella ya no estaba. Ya no olía a café recién pasado ni a tartaleta. La televisión no reproducía las novelas que tanto le gustaban, y los adornos parecían sucios y descuidados. Las paredes tenían otro color, apagado y triste. Ya no brillaba, ya no era hogar; todo se había opacado.

Al bajar, lo primero que vi fue a mi hermano. Su rostro mostraba una tristeza que lo devoraba. Sin necesidad de palabras, lo supe: ella había partido. Tiré las maletas al suelo y me eché a llorar. Había perdido la oportunidad de pedirle disculpas, de hablar con ella, de decirle todo lo que sentía y dejar mi ridículo rencor a un lado. Había perdido todo por mi egoísmo.

—Mamá padeció durante un año de un cáncer que la estaba consumiendo. Cada vez que te llamaba, ella escuchaba en la otra línea. Al colgar, solo sonreía y repetía: "Ella algún momento volverá." Te estuvo esperando hasta su último suspiro, pero nunca llegaste... nunca llegaste...

-Fueron las palabras de mi hermano, con recelo y dolor, las que me revelaron la verdad. Eran las palabras más desgarradoras que jamás había escuchado. Desde entonces, voy a visitarla al cementerio. Han pasado tantos años, y aún no consigo superar el dolor de no haberle pedido perdón, de no haberla valorado como ella se lo merecía

Mercedes se bajó del taxi, me agradeció por escucharla, y al cerrar la puerta, me desmoroné. Mis lágrimas comenzaron a fluir sin cesar. Decidí cambiar mi ruta y me dirigí a la casa de mi madre, a quien no había visitado en mucho tiempo. Nos olvidamos de lo valioso que es tener a nuestros seres queridos cerca y a menudo los dejamos solos, aunque siempre han estado a nuestro lado. Al llegar, la abracé y ella, sin decir una palabra, comprendió todo.

Mercedes, espero que el tiempo suavice tu dolor y que encuentres consuelo en saber que tu madre, dondequiera que esté, te cuida y te protege. Ella ya te ha perdonado.




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