Un fiel compañero


El día amaneció soleado, y la parada 123 estaba desierta, un contraste inusual con la habitual actividad de pasajeros. Quizás se debía al feriado, o tal vez al calor agobiante; no lo sabía con certeza.

—Hola, Don Andrés —escuché una voz suave y pequeña mientras alguien golpeaba suavemente el espejo del carro. Al girar, vi a Diana, una joven con una sonrisa dulce, que cargaba con cuidado al pequeño perro en sus brazos.

—Dime, Diana —respondí con una sonrisa, notando la preocupación en sus ojos.

—¿Podría llevarme al veterinario, por favor? —preguntó, casi en un susurro.

El pequeño Tom, el perro que Diana había criado con amor durante 14 años, estaba enfermo. No solo ella estaba afectada, sino toda su familia y quienes, como yo, conocían y apreciaban a Tom.

—¿Qué le ha pasado a Tom? —pregunté, mientras observaba a Diana acariciar suavemente la cara del perro. Sus lágrimas caían en silencio, reflejando un dolor que solo ellos podían comprender. La escena evocó en mí recuerdos de mis propias mascotas que ya no están, y a tito el único que me queda, dejando así un profundo sentimiento de tristeza que me envolvió.

—Ha enfermado —respondió Diana con la voz quebrada—. Esta mañana se despertó con un dolor intenso y un sangrado inusual. Sé que ha estado a nuestro lado durante muchos años, pero no es justo verlo así ahora.

Para distraer a Diana de su angustia y aliviar un poco su dolor, le pregunté cómo había llegado Tom a su vida. Mientras tanto, el camino se despejaba debido a la falta de vehículos en la calle, y yo aceleraba, consciente de la urgencia de llevar al pequeño Tom al veterinario lo antes posible.

Recuerdo que se acercaban las festividades de Navidad y Año Nuevo. A mi edad, me sentía muy sola; no tenía hermanos mayores con quienes compartir, y en casa éramos solo tres: mamá, papá y yo. Mis primos vivían lejos, y las visitas eran raras. Antes de que llegara la Navidad, como era nuestra costumbre, mis padres y yo salimos a recorrer las calles para admirar las casas adornadas con luces coloridas y muñecos que anunciaban la llegada de la esta festividad.

Mientras mi padre buscaba el mejor lugar para comprar chocolate caliente, yo me entretenía contando las luces de cada casa, señalando con los dedos y adivinando cuál sería el próximo color en brillar.

 De repente, escuché un pequeño ruido entre unos cartones tirados en una esquina. Al principio, no le presté atención y seguí con mi juego. Pero el sonido se hizo más fuerte, y vi cómo las cajas empezaban a moverse. De un momento a otro, asomó una pequeña cabecita peluda, cubierta de fundas y basura. Lo observé sacudirse e intentar limpiarse el rostro tras hurgar en la basura. Era Tom. En ese instante, me conquistó el corazón, y supe que estaba destinado a ser mi compañero.

Tomé a Tom en mis brazos y supliqué a mis padres que me dejaran llevarlo a casa, pues el frío de la noche podría enfermarlo. A pesar de los regaños y el ceño fruncido de mi padre, finalmente accedió. En ese momento, me convertí en la niña más feliz de la noche; sabía que seríamos compañeros para siempre.

Mientras Diana me contaba cómo Tom llegó a su vida, observaba cómo esta pequeña criatura de cuatro patas seguía cada uno de sus gestos y movimientos. Era evidente la conexión profunda que compartían; sin duda alguna, estaban hechos el uno para el otro, y ambos se merecían ese amor incondicional.

Al llegar a casa, lo primero que hice fue abrigarlo y darle algo de comer. La noche no había sido fácil para Tom; era tan pequeño y estaba tan sucio que lo único que merecía era una buena cena y un sueño tranquilo.

—¿Y por qué decidiste llamarlo Tom? —pregunté, intrigado.

—Tom era el nombre del primer perro que tuvo mi papá cuando era niño —respondió Diana con una sonrisa nostálgica—. Siempre nos mostraba una foto y nos contaba las travesuras de ese perro. No tenía dudas de que, si alguna vez tenía un perro, lo llamaría Tom.

Mi padre se encariñó profundamente con Tom. Lo cuidábamos con dedicación y siempre viajaba con nosotros, convirtiéndose en otro hijo para mis padres y en un hermano para mí. Su comportamiento era ejemplar, nunca causó problemas.

Con el paso de los años, Tom se integró completamente en nuestra familia. Cuando mi madre falleció, Tom se convirtió en nuestro consuelo. La pena nos abrumaba, pero Tom siempre estaba ahí, acompañándonos en el dolor. Intentaba hacernos jugar con él, y de alguna manera, eso lograba aliviar nuestra tristeza. Mi padre se aferró aún más a Tom, diciendo que en él sentía un pedacito de su antigua mascota, a quien había amado tanto.

Mientras Diana relataba la historia de Tom, la ruta nos acercaba al veterinario. A lo lejos, distinguí la figura de Pedro, el padre de Diana, cuya mirada reflejaba una pena profunda que los consumía a ambos. Al llegar, Pedro tomó a Tom con una manta, sus manos temblorosas delataban la urgencia del momento. "Al parecer es una emergencia," dijo al veterinario mientras se apresuraban hacia la puerta de entrada.

Con el afán de acompañarlos, decidí esperar en la entrada sentado en el taxi mientras Diana y su padre se abrazaban, susurrando súplicas para que Tom superara este momento. No podían soportar la idea de perder a otro miembro de la familia; sería demasiado doloroso.

Había pasado aproximadamente una hora desde que ellos llegaron al lugar. Con creciente curiosidad, vi cómo Diana salía, con lágrimas desgarradoras que la invadían. Eran lágrimas que solo ella podía entender. "Tom ha partido," me dijo mirándome a los ojos, mientras yo trataba de sostener su peso. Ella no podía más; la pena la estaba consumiendo. Pedro, al salir del lugar, no dudó en abrazar a Diana y compartir su sufrimiento.

Diana y Pedro no solo tuvieron que enfrentar la pérdida de su madre y esposa, sino que también sufrieron la partida de Tom, un pequeño perro que, de manera inesperada, había llegado a sus vidas para aliviar su tristeza. Tres meses después de la muerte de Tom, se mudaron y nunca más los volví a ver.

Ese día comprendí lo crucial que es un perro en la vida de las personas. Una mascota no solo es un compañero, sino que se convierte en parte de la familia. Está ahí para alegrarnos, para distraernos, y para suavizar nuestras frustraciones con sus travesuras. Entendí que, en última instancia, no importa el dinero ni el tiempo, lo único que importa es que nuestro ser querido esté bien. Pero Tom no pudo seguir luchando.

Dejé a Diana y Pedro en su casa, mientras el pequeño cuerpo de Tom yacía en una caja. Ese día, la tristeza me embargó por completo; solo quería llegar a casa y abrazar a Tito, mi mascota de seis años. Necesitaba que entendiera que estaba allí para él, que él era mi apoyo moral.

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