El psicólogo de Eva

Volterra no era un hospital psiquiátrico cualquiera; era un lugar donde las paredes susurraban secretos antiguos y los pasillos parecían interminables laberintos del alma. Allí se trataban casos de todo tipo: desde problemas cotidianos, como familias rotas o hijos indisciplinados, hasta aquellos que desafiaban toda lógica, casos tan extraños que parecían arrancados de las páginas de un libro olvidado en el tiempo.

Y entre todos ellos estaba Eva.
Con apenas 20 años, su presencia emanaba una inquietud inexplicable, como si su sombra cargara más peso que su cuerpo. Su historial, tan extenso como inquietante, demostraba que en ella algo no andaba bien, sin embargo, era un caso que no dudé en atenderlo

—Bienvenida, Eva. Soy John, y seré quien te acompañe durante tu estancia aquí —dije con voz calmada, buscando sembrar un poco de confianza en ese primer encuentro, su mirada parecía un muro sin fisuras.

—Gracias. Proceda —respondió ella, cortante, como si cada palabra fuese arrancada a la fuerza de su boca. Su tono no dejaba espacio para el consuelo ni la empatía; era un desafío, una invitación a adentrarme en un terreno que ya se sentía un tanto peligroso.

-Vamos a realizar un ejercicio de relajación, te pido que te recuestes en el sofá, cuentes hasta tres y cierres tus ojos lentamente –

Recuerdo claramente la habitación donde atendía a los pacientes, un espacio que parecía haberse detenido en el tiempo, tan viejo como los árboles nudosos que custodiaban los límites de Volterra. Las paredes, de un café oscuro desgastado, parecían susurrar las historias de quienes habían pasado por allí antes, mientras el aroma a madera añeja impregnaba el aire. Altas repisas de roble, que parecían retorcerse bajo el peso de libros olvidados, se alzaban como testigos silenciosos. Los volúmenes, cubiertos de una fina capa de polvo, hablaban de épocas lejanas, de ideas que hoy parecerían cuentos de fantasía.

Una ventana alta, enmarcada por cortinas gastadas, dejaba entrar la pálida luz de la luna que filtraba entre las ramas de los árboles. A medida que el cielo se sumía en las sombras, aquella luz parecía cobrar vida, danzando sobre los muebles desgastados y dando al lugar un aire casi tenebroso, como si la habitación misma respirara con cada cambio de la noche.

Mientras intentaba que Eva se concentre, mis ojos recorrían una vez más las páginas de su historial clínico. su persistente deseo de desaparecer del mundo no era solo una idea pasajera, era una sombra constante, tan real como el aire que respirábamos en ese momento.

—¿Cómo te sientes, Eva? —pregunté con suavidad, intentando no romper la frágil tensión que llenaba la sala.
Ella permanecía inmóvil, reclinada en el sofá, con las manos y los pies cruzados en un gesto defensivo. Sus ojos cerrados parecían un escudo contra el mundo exterior, pero su respiración, lenta y prolongada, la traicionaba. Cada inhalación revelaba el peso invisible de sus pensamientos, mientras el silencio en la habitación se volvía casi tangible, como si el propio espacio aguardara su respuesta.

—Bien. —Su respuesta, breve y distante, me desafiaba a acercarme más a ella, y a descubrir los misterios que ocultaba bajo esa capa de frialdad. Poco a poco, conforme avanzábamos en el ejercicio, algo en Eva comenzó a cambiar. Una chispa titilante apareció en su mirada, como si por fin estuviera conectando con el momento.

—¿Qué ves? —le pregunté, observando como sus labios temblaban, atrapados entre el deseo de hablar y el miedo a lo desconocido. Finalmente, las palabras escaparon.

—Hay un camino largo… muy largo —dijo, su voz suave, casi un susurro -Está rodeado de flores, tantas flores... Las acaricio mientras camino. Son hermosas, tienen colores vivos: rojo, blanco, rosado… ¡incluso margaritas, John! —Su entusiasmo llenó la habitación, y por un momento, parecía que todo su mundo era luminoso, un lugar sin problemas, sin miedos.

—¿Y qué más ves, Eva? —mi voz apenas rompía el aire, temiendo alterar la delicada conexión que ella había establecido.

Entonces, su tono cambió. Su entusiasmo dio paso a una inquietud palpable.

—Veo una puerta… una puerta grande, muy grande. Es alta, negra, y tiene una manija antigua, como de hierro. Hay un rostro tallado en ella, parece un animal. Estoy justo frente a la puerta, pero no puedo abrirla. Intento ingresar, pero… —su voz se quebró ligeramente—... el cielo se está oscureciendo. Hace frío, mucho frío.

Sus palabras no eran solo una descripción; eran una experiencia. Cada gesto, cada estremecimiento en su rostro, mostraba que lo que veía no era producto de su imaginación. Eva estaba allí, viviendo esa escena como si formara parte de ella.

—Eva, a la cuenta de tres, respira profundo y, poco a poco, abre los ojos —le indiqué con una voz calmada, que buscaba guiarla de regreso al presente.

—Uno… dos… tres… —comencé a contar, y su voz se unió a la mía, repitiendo los números en un eco que parecía llenar la sala.

De repente, un escalofrío recorrió el ambiente. El aire se volvió más frío, como si algo invisible hubiera invadido el espacio. Las ramas de los árboles afuera comenzaron a golpear la ventana con insistencia, sus crujidos resonando como si fueran un aviso. Todo a nuestro alrededor parecía encogerse; las paredes se acercaban lentamente, y la luz de la luna, antes pálida y constante, comenzó a apagarse, dejando la sala a oscuras.

Eva, inmóvil, seguía contando. Y mientras lo hacía, me di cuenta de que sus ojos permanecían cerrados, como si estuviera atrapada en otro mundo. Ella no regresaba; algo, o alguien, la mantenía anclada en ese lugar, distante de todo lo que conocíamos.

Con una sensación extraña en el pecho, me levanté del sillón. Mis piernas temblaban al esfuerzo, pero algo me empujaba hacia ella. Sin pensarlo tomé sus manos e intenté reanimarla de repente, como si un resorte se hubiera soltado, Eva despertó.

Se incorporó lentamente, sentándose en el sofá, mientras una calma profunda caía sobre la sala. El aire, tenso y frío, se disolvió de inmediato. Todo a mi alrededor parecía regresar a la normalidad. Y Eva, con su sonrisa intacta, miraba como si no hubiera pasado nada.

—¿Hemos terminado? —preguntó, su rostro iluminado por una sonrisa que no mostraba ni una pizca de lo que había sucedido. Todo parecía en orden, como si el caos que habíamos vivido no hubiese sido más que un sueño.

Esa noche, recuerdo haber llegado a mi cuarto con una sensación extraña en el cuerpo. Caminé lentamente hacia la mesa, tomé la grabadora y comencé a relatar cada detalle de la sesión con Eva. Mientras lo hacía, mis manos, empapadas en sudor, temblaban, y me costaba sostener la grabadora con firmeza. Mi respiración se volvía cada vez más pesada, como si algo en el aire me oprimiera el pecho. La imagen de su mirada, esa mezcla de familiaridad y misterio me perseguía. Todo en ella parecía tan cercano, pero a la vez tan ajeno. Era una situación extraña, una que no podía explicar, pero que se me aferraba al alma.

Finalmente, apagué la grabadora, como si al hacerlo pudiera borrar esa sensación que me envolvía. Me levanté y me dirigí a mi cama, pero el peso de lo vivido no me dejaba descansar. Me acosté, pero no pude dormir; la mente seguía dando vueltas, atrapada en la figura de Eva y en todo lo que había sucedido.

"He tenido el privilegio de trabajar casi cinco años en Volterra, durante los cuales he llegado a conocer a gran parte de su equipo, desde el personal de limpieza y seguridad hasta los enfermeros y otros colaboradores. A lo largo de este tiempo, he recorrido cada rincón de estos pasillos y he atendido una variedad de casos, cada uno con su estilo único. Volterra ha pasado a ser, para mí, un verdadero segundo hogar. "Sin embargo, Eva se había convertido en un caso especial, algo que no esperaba encontrar, pero que, sin duda, despertó en mí un profundo deseo de ayudarla.

"A la mañana siguiente, le tocaba el turno de Raquel y Eduardo, una pareja que, aunque con algunos años de vida, siempre llegaba a mí buscando sanar su corazón tras la trágica pérdida de su nieta. La joven, atrapada por trastornos y adicciones, había puesto fin a su vida de manera drástica. Con el paso del tiempo, se habían ganado mi cariño. Llevaba atendiéndolos durante un año, y, entre tantas visitas, se habían convertido casi en parte de mi familia, o al menos así solían bromear las enfermeras.

¿Cómo vamos señor y señora Jhonson, han puesto en marcha los ejercicios que les di? – con una sonrisa en sus rostros, respondían a cada pregunta que les hacía, nuestras conversaciones llegaban a durar aproximadamente 1 hora, y en ese transcurso veía como el viento se llevaba consigo la tarde pero para mi lo importante era poder ayudar..

 

Durante mi tiempo en Volterra me había llevado a conocer a muchas personas, entre ellas a Griselda, una mujer guapa y elegante cuya tristeza se reflejaba en el apagado color de sus ojos. Su caso era profundamente triste. Provenía de una buena familia, con esposo, padres e hijos, pero asistía a mis consultas con un único propósito: encontrar alivio tras la muerte de su hija, quien había perdido la vida de manera abrupta.

Las sesiones con Griselda solían ser simples, pero cargadas de significado: me sentaba y la escuchaba. Ella transformaba su dolor en historias sobre su expareja, como si al hablar de él pudiera desentrañar las raíces de su sufrimiento. Siempre llegaba al consultorio con un cuadro que había pintado, en el que plasmaba flores y rostros de personas. Mientras yo observaba en silencio su proceso, ella sanaba, poco a poco, a través de sus propias palabras y trazos.

Bastaron unos cuantos días, para volver a una sesión con Eva, ella traía consigo un vestido floreado, un lazo en el cabello, sandalias bajas y en su mano un cuaderno, aparentemente donde colocaba sus apuntes, me intrigaba conocer lo que tenía el cuaderno, pero respetaba su espacio.

-Hola Eva, cómo te sientes luego de la última sesión – pregunté curioso para saber si recordaba lo que había pasado, Hola Jhon, extraña, triste, pero a la vez muy segura por tu apoyo – respondió con una sonrisa proporcionada en su rostro.

Perfecto, estoy para ayudarte, por favor ve al sofá, toma asiento y sigamos con el ejercicio – Eva comenzó a contar, esta vez no dejó que yo le de las indicaciones, uno, dos, tres, cuatro, repetía, uno, dos, tres, cuatro – ¿qué ves le pregunté?, - de nuevo la puerta, grande, alta, antigua muy antigua, pero esta vez está abierta, - su rostro denotaba dudas, y miedos, sabía que lo que me está contando lo estaba viviendo.

—¿Cuéntame, entraste por la puerta? ¿Qué ves?
—Veo muchas ramas, monte, flores pálidas… Se escuchan ecos, risas… y llanto.

Intrigado por sus palabras, me incliné hacia adelante, casi sin darme cuenta, intentando no perder ni un matiz de su voz. Sin embargo, su tono empezó a desvanecerse, como si las palabras se le escaparan junto con el aliento.

La habitación permanecía en un inquietante silencio, apenas roto por el suave rasguño de las ramas del árbol contra la ventana. El aire estaba impregnado de un olor a olvido, como el de los libros que yacían abandonados en las estanterías, sus páginas marchitas atrapando colores opacos que parecían negarse a la luz.

Pero ahí estaba ella. Su rostro, y solo su rostro, quedaba iluminado por el único rayo de luz que se filtraba, como si el resto del mundo hubiera dejado de existir.

Mientras escuchaba su delicada voz a lo lejos, sentí cómo el sillón comenzaba a comprimirse bajo mi cuerpo, como si la misma habitación quisiera devorarme. Las paredes se hacían más pequeñas, y la oscuridad que reinaba en el lugar parecía un manto que me prohibía moverme.

—Eva, ¿te encuentras bien? —murmuré con un hilo de voz, mientras mis manos tanteaban a ciegas, buscando algo, cualquier cosa, que me ayudara a orientarme. Intenté encontrar sus manos, su rostro, con la esperanza de que despertara, pero Eva no respondía.

El miedo se apoderó de mí, cada pensamiento racional quedó sepultado bajo una avalancha de pánico. Todo a mi alrededor comenzó a desvanecerse, a perder sentido. Intenté ponerme de pie, pero mi cuerpo estaba anclado por una pesadez insoportable, como si algo invisible me mantuviera atado a ese lugar.

Entonces, su voz surgió de nuevo, ahora más clara, pero inquietante, resonando desde algún rincón invisible de la habitación:

—Uno… dos… tres… Hola, Jhon. Uno… dos… tres… Despierta, Jhon.

No entendía lo que estaba ocurriendo. La repetición de esas palabras seguía resonando en mi mente, inquietándome como un eco que no se apagaba, como si se tratara de un mantra dirigido exclusivamente a mí. Las paredes continuaban acercándose, con una presión asfixiante, mientras el aire se tornaba cada vez más pesado y difícil de respirar.

—Te encontré —susurré, mientras acariciaba sus cabellos, tratando de despertarla. Pero su cuerpo comenzó a desvanecerse entre mis manos, como si se disolviera en el aire. Las lágrimas brotaron de mis ojos sin control, como si ella fuese alguien cercano, alguien que había formado parte de mí de alguna manera.

Intenté gritar, llamando desesperadamente a las enfermeras, esperando que alguien pudiera ayudarme. Entonces, la habitación comenzó a iluminarse. La penumbra desapareció, las paredes recobraron un color distinto, más vivo, y los libros, que antes parecían olvidados, simplemente ya no estaban.

Lo único que quedó fue un pequeño cuadro apoyado en un rincón. Lo tomé entre mis manos temblorosas y me detuve a observarlo. La imagen me dejó sin aliento: allí estaba yo, junto a Griselda, los señores Johnson, Eva… Todos ellos. Una oleada de emociones me atravesó mientras lágrimas silenciosas resbalaban por mi rostro. No entendía qué significaba aquello, pero el dolor en mi pecho era inconfundible, como si el destino me hubiese jugado una cruel broma.

Volteé el cuadro y en el reverso encontré una leyenda escrita con trazos firmes pero cargados de emoción:

"Porque el recuerdo de la familia queda enmarcado para siempre en el corazón. Te recordaremos por siempre, Eva, mi querida Eva."

 Att. Papá.

Comentarios

  1. Te felicito exelente lo mejor mil Bendiciones sigue adelante estimada amiga att Grunner

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  2. Muy buena historia, sigue adelante.

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  3. Siga adelante. El camino es dificil pero imposible.

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