El asesino de Bled


Bled, es un pintoresco y pequeño pueblo al noroeste de Eslovenia, parecía detenerse en el tiempo. Con menos de ocho mil habitantes, era un lugar donde cada rostro era familiar, donde las historias se entrelazaban como las ramas de los viejos árboles que adornaban las orillas del lago. En este rincón del mundo, no había secretos. Nadie pasaba desapercibido.

Recuerdo que todas las mañanas de camino a la escuela, veía a Nina, la dueña de la peluquería del pueblo, una mujer de cabellera brillate y mirada sabia. abría su local a las 8 en punto cada mañana, y antes de atender a sus clientes, barría la entrada con agua de canela. Siempre decía que el perfume dulce y cálido atraía a los buenos espíritus, mientras ahuyentaba a las malas energías. En Bled, esas supersticiones no parecían tan absurdas, especialmente después del asesinato.

Lukas, el comisario del pueblo, era otro de los pilares de esta pequeña comunidad. Tenía alrededor de 50 años, y su rostro estaba marcado por las huellas del tiempo y la tragedia. Había perdido a su esposa hacía años, y su hija, ya adulta, había decidido mudarse al sur de Italia en busca de una vida distinta. Desde entonces, Lukas se había quedado solo, en compañía de su mascota y botellas de alcohol trataba de sanar su muy aburrido corazón, pobre de lana, no me imagino un perro viendo su amo ahogándose en alcohol por la noche y saliendo en la mañana a "cuidar el pueblo" o al menos, eso decían.

En mi camino diario, siempre me cruzaba con el señor Nik, el carnicero del pueblo. Con su delantal manchado de trabajo y su cuchillo en mano, tenía el don de hacer sonreír a todos. Mientras cortaba la carne con precisión, sus bromas y su risa contagiosa llenaban el aire, como si su oficio tuviera algo de magia. Nadie podía evitar sonreír al verlo, pues, en sus manos, cada trozo de carne se convertía en un pedazo de buen humor.

En una esquina cercana a la escuela se encontraba Joan, el dueño del hotel "The Bled House", un lugar cálido, acogedor y con un aire profundamente nostálgico. Se decía que Joan solía recibir a las celebridades que visitaban el pueblo, convirtiendo su hotel en un refugio para aquellos que buscaban descanso y exclusividad. Sin embargo, un día, en una de sus habitaciones, alguien se quitó la vida. Desde entonces, el número de huéspedes en el hotel de Joan no superaba los cinco al mes. Con esa cifra, no lograba cubrir sus gastos, por lo que comenzó a realizar otros trabajos para sobrevivir. A pesar de su esfuerzo, Joan vivía infeliz. Ya no sonreía, y los pocos que pasaban por su lado ni siquiera lo saludaban. Él, en su dolor, se había distanciado por completo de la comunidad.

Una de las cosas que más se rumoraban después del asesinato era que en Bled nunca había ocurrido algo similar, hasta la muerte de aquel hombre en el hotel de Joan. Muchos comenzaron a señalarlo como el culpable, aunque nadie tenía respuestas sobre quién había cometido tal atrocidad.

Todas las mañanas, recuerdo que me levantaba y miraba por la ventana. La luz del día caía justo sobre mi almohada, y los árboles frondosos se movían suavemente con el viento. La gente caminaba por la acera, rumbo a la iglesia los domingos. Incluso el cielo parecía pintarse de un azul más intenso. Pero desde aquel entonces, desde el momento del asesinato, algo en el ambiente había cambiado. El tono del lugar, su esencia, ya no era la misma. Bled ya no era lo que solía ser.

Tenía apenas 15 años. Mi madre, una mujer solitaria, trabajaba en la panadería de la esquina de la terminal. Cada noche, antes de dormir, tenía la costumbre de prepararme una chocolatada. Recuerdo que siempre me decía: "Tan dulce como el chocolate, tan sabroso como este pan, cómelo con amor, y luego a dormir". Me lo repetía una y otra vez mientras me servía en la mesa, donde solo estábamos ella y yo. Por el borde de la taza, la observaba detenidamente. Ella, con el rostro cansado y agotado, intentaba contarme cómo había sido su día. Yo, en silencio, solo la miraba. Desde la muerte de papá, su mirada había cambiado, se había vuelto triste, vacía. Ya no era la misma.

Una llamada anónima a la comisaría informó que alguien había encontrado un cuerpo en el bosque. La noticia alteró al pueblo, pues nadie había presenciado algo semejante. La llamada se cortó abruptamente y un silencio denso invadió la comisaría. ¿Quién sería? ¿Quién lo hizo? ¿En qué se había convertido Bled?

Mientras tanto, Carmen se dirigía a la comisaría para presentar una denuncia. Esa mañana, al acercarse a mi habitación, lo único que encontró fue una cama vacía, fría, sin rastro alguno, yo no estaba ahí.

"Este caso puede esperar, Carmen", respondió Lukas, el comisario. "Ahora mismo tenemos una emergencia en el parque. Se ha encontrado un cuerpo, y nadie sabe quién es."

Al escuchar aquello, la mirada firme de Carmen mi madre se nubló con lágrimas. Una punzada aguda le atravesó el pecho, sus labios temblaban y las manos sudaban con desesperación. Con voz quebrada, en un tono cada vez más alto, preguntó:
—¿Y si es él?
Lo repetía una y otra vez, elevando la voz, intentando que Lukas comprendiera la gravedad de mi desaparición.

En el pueblo, todos estaban ansiosos por saber a quién pertenecía el cuerpo sin vida hallado en el bosque. Las noticias hablaban de un joven, de entre 14 y 15 años, que, al parecer, había muerto por un fuerte golpe. Mientras los vecinos observaban la transmisión desde sus casas, mi madre llegaba desesperada al lugar. Al reconocer mi pijama entre la confusión, perdió el control e intentó cruzar la línea que los comisarios habían acordonado. Sus gritos desgarradores parecían querer arrancarme de la muerte, como si aún pudiera despertarme.

Cuando entendió que había perdido a su único compañero, no hizo más que arrodillarse, tomar mis manos frías y abrazarme, como si al hacerlo pudiera traerme de vuelta, aunque fuera por un instante.

“Pero ¿quién lo hizo?”, se repetía sin cesar en la mente de todos. Nadie podía entenderlo. Hablaban del joven que recorría las calles sin prisa, siempre sonriendo. La mañana siguiente, Bled amaneció en silencio. Ningún local abrió sus puertas. Los árboles, antes verdes y frondosos, parecían inmóviles, como si el viento hubiera decidido no volver. La iglesia tocó la campana, pero nadie acudió. Nadie jugaba en el parque, nadie reía. Y aún no se sabía quién había cometido el crimen.

Pasaron días. Incluso semanas. Un estudio reveló que la víctima —yo— había recibido golpes contundentes. Algunos decían que eran marcas de botellas rotas. Sin respuestas del comisario Lukas, las sospechas comenzaron a girar en torno a él. Todos sabían que por las noches solía beber hasta perder el juicio.

Carmen, decidida a encontrar al asesino de Bled, se adentró en el patio trasero de Lukas. Allí, entre la maleza, halló una funda con botellas de alcohol rotas. Aquello bastó para que muchos lo señalaran como el posible culpable.

Pero yo me pregunto: ¿por qué habría sido Lukas el asesino? 

Luego de que se presentara una denuncia contra el supuesto asesino, llegaron autoridades de otros pueblos para encargarse del caso. En Bled, con tan pocos habitantes, Lukas era el único comisario. Pero al estar ahora del otro lado del crimen, no podía hacer más que defenderse.

Entre mis pertenencias —dispersas a lo largo del bosque— encontraron una tijera. No era algo común que yo llevara conmigo, y aquello encendió aún más la tensión en el pueblo. Había pasado un mes desde mi muerte, y todos en Bled empezaban a sentirse culpables... pero nadie, absolutamente nadie, hacía nada.

—¡Revisen a quién pertenece esa tijera! Seguro son de la loca de Nina —gritaba Lukas mientras lo arrestaban, en lo que se reunían más pruebas en su contra.

Uno de los vecinos que vivía cerca del parque donde hallaron mi cuerpo contó que, durante la semana de mi muerte, llevó a su perro Simba al veterinario. Al parecer, el animal había estado vomitando sin parar. Lo inquietante fue que, el mismo día del asesinato, Simba regresó a casa con pedazos de carne en la boca y manchas de sangre. Al limpiarlo, el vecino —sin saberlo— pudo haber alterado gravemente la escena del crimen.

Los nuevos comisarios recorrieron la zona una y otra vez, en busca de pistas. Cuando llegaron a casa del vecino, le pidieron el trapo con el que había limpiado a su perro. Querían analizarlo, buscar restos, saber si aquella sangre... era mía.

Luego de una semana de espera, y la depresión que carcomía a mi madre, los resultados dieron de inmediato con que la sangre pertenecía a Nik. quien llevaba días sin abrir el local, Nik, era uno de los tantos afectados por lo sucedido, pues decidió encerrarse y no saber nada hasta que todo se calme.

Una patrulla llegó hasta su domicilio. Él, lleno de dudas, alterado y fuera de sí, gritaba que no había sido, que investigaran bien, que era una buena persona, y que lo que estaban haciendo con él era una completa injusticia.

Mi madre, angustiada por la situación, fue hasta la comisaría para enfrentarlo. Entre lágrimas, le gritaba:

—¿Por qué lo hiciste? ¡Mataste a mi bebé!

Nik, desconcertado, solo atinaba a gritar que no, que él no había sido.

Mientras tanto, el misterio sobre a quién pertenecían las tijeras finalmente fue resuelto. Nina se presentó a declarar. Contó que, ese día, mientras yo pasaba frente a su casa, estaba tirando varias cosas de la peluquería a la basura. Entre ellas, unas tijeras desgastadas. - El pequeño se acercó con una sonrisa y me preguntó si podía llevárselas. y sin sospechar nada, se las llevó—Yo las tiré porque estaban desafiladas, nada más —dijo con firmeza.

—Caso resuelto. Nina no fue —concluyeron las autoridades.

Luego de enterarse de las sospechas que recaían sobre Nik, Lukas solicitó de inmediato su liberación y pidió que se le permitiera participar nuevamente en la investigación de mi caso. Con su propia hija ausente, comprendía muy bien el dolor que una madre puede sentir, aún más cuando se trata de un asesinato tan cruel.

Días después, al revisar las cámaras de seguridad del lugar, se logró visualizar un detalle clave: Nik, tras sufrir un corte en su mano izquierda mientras trabajaba, decidió no vender esas porciones de carne y optó por dárselas a Simba, el perro del vecino que deambulaba por el lugar. En las imágenes se ve claramente cómo le ofrece los trozos ensangrentados, sin imaginar que ese acto inocente lo colocaría en el centro de las sospechas.

 Todo el pueblo guardaba silencio. Ya no era ese lugar que solía recorrer con alegría. El pintoresco Bled, aquel que se llenaba de risas, que por las mañanas brillaba con tonos celestes como el cielo, donde todos compartían momentos… ahora era solo una sombra de lo que fue.

Y mi madre… ella solo sufría. La muerte de mi padre la había dejado frágil, y ahora, con la mía, se desvanecía lentamente, consumida en un sofá, hundida en el olvido. Pasaba los días mirando por la ventana, convencida de que algún día regresaré, de que en algún momento volveré a abrazarla.

Sus lágrimas empapaban su ropa. Ya no se arreglaba, no iba al trabajo, no hablaba con nadie. Ya no era ella.

Ahora solo la observo, la contemplo desde otro lugar. Y en silencio, con un abrazo frío e invisible, acaricio su cabello cada vez que se queda dormida. No lo nota. No puede sentirme. Solo me presento en sus sueños.

Hablar de la muerte en la escuela era hablar de mí. Mis compañeros recordaban con nostalgia mis risas, los juegos en el recreo… Incluso mis maestras compartían la tristeza de mi ausencia. Entre lágrimas y abrazos, organizaron una misa al cumplirse tres meses de mi partida.

Ese día, entre los asistentes estaba ella, mi madre.

—La importancia del abrazo… —dijo con la voz entrecortada—. Aquella noche no lo abracé. Pude hacerlo, pude darle un último abrazo… pero no estuve para él. Esa noche no fui madre, solo me acosté e intenté dormir. Por eso, les pido: abracen a sus hijos, no los suelten. Abrácenlos con fuerza y sanen. Sanen para que puedan darles una buena vida. Se colocó sus gafas oscuras, y se marchó del lugar.

Todos hablaban de Joan, el dueño del hotel. Decían que, desde lo sucedido, nadie lo había vuelto a ver. Algunos empezaban a señalarlo como posible culpable. Mi madre, agotada de tantas suposiciones, de tantos nombres sin rostro claro, se encerró en casa, vencida por la incertidumbre.

Se sentaba frente a su antigua cómoda, la que daba hacia la calle, y con las manos temblorosas se peinaba entre lágrimas. Alisaba sus rizos con desesperación, como si al hacerlo pudiera poner en orden su dolor. Mientras lo hacía, recordaba mi sonrisa, mi mirada, y esos pequeños gestos que solo una madre es capaz de guardar en su memoria. Cada lágrima que caía, la sentía por mí.

Cada noche volvía a las chocolatadas que compartíamos. Eran su recuerdo más dulce, el más cálido. Sobre la mesa reposaban mi taza y una foto: esa donde los tres éramos felices, donde parecíamos un solo corazón. Se volvió frágil, y cada tanto murmuraba cuánto deseaba que volviéramos a estar juntos, los tres, como antes. Como una familia.

Lukas insistía en que no descansaría hasta resolver el caso. Era uno de los más interesados en descubrir la verdad. Haber estado encerrado, ser señalado ante el pueblo como sospechoso, y saber que, con apenas ocho mil habitantes, era casi imposible que alguien hubiera escapado sin dejar rastro… lo obsesionaba.

Pidió en varias ocasiones autorización para realizar una nueva autopsia. Mi madre, en su desesperación, se negó. Pero él, decidido a no dejar cabos sueltos, lo hizo de todos modos. Examen tras examen, ordenó que se investigara cada detalle: mis uñas, mis dientes, mis manos, lo que comí, lo que bebí… todo. No quería que nada quedara sin revisar. Ni una sola pista debía pasarse por alto.

Con intrigas, dudas, se acercó a casa de mi madre, pidiéndole un espacio para realizar preguntas básicas sobre la última vez que me vio, ella aceptó y lo recibió.

Lukas, al entrar, se encontró con un lugar completamente descuidado: cajas de pizza, restos de comida, basura acumulada, botellas de alcohol vacías... por todos lados se respiraba el duelo.

—Carmen, no eres la misma que conocí hace algunos años —murmuró el comisario, mientras examinaba cada papel, cada rincón con atención.

Ella, casi sin fuerzas, se sentó en el suelo, abrazando sus piernas, con la mirada perdida.

—Quiero irme... quiero estar con ellos… —repetía una y otra vez entre sollozos—. Ya nada tiene sentido desde que los perdí.

La tristeza lo invadía todo. El hogar, alguna vez lleno de colores pintorescos, ahora estaba cubierto por una sombra densa, como si el tiempo se hubiera detenido en medio del dolor. En la mesa, reposaba una taza: mi taza. Aquella que cada noche acompañaba a mi madre mientras, agotada por el duelo, intentaba seguir respirando.

La oscuridad caía lentamente, apagando incluso el interior del recipiente, mientras Lukas inspeccionaba los medicamentos esparcidos por la casa. De pronto, su celular vibró. Era el mensaje que llevaba días esperando: los resultados de mi autopsia.

Un alto nivel de doxilamina había sido encontrado en mi cuerpo. Lukas, desconcertado, trataba de entender cómo y por qué. Salió del lugar con bolsas llenas de medicamentos, mientras Carmen, sentada en el suelo, parecía no escuchar, completamente consumida por su tristeza.

Esa misma noche Lukas volvió con la policía. Esta vez, no como investigador, sino como testigo de una verdad imposible de aceptar. Mi madre salió esposada, llorando sin consuelo.

—Lo siento... yo también debía irme... también debía partir con él —repetía entre sollozos.

En el patio trasero encontraron las botellas rotas. Al no lograr dormirnos para siempre con la medicación, mi madre, desesperada, me golpeó con una de ellas. Quiso terminar con todo, pero no lo logró. Bajo las mangas de su ropa, sus muñecas mostraban heridas que ella intentó ocultar. No pudo darnos un final.

Eras tú, siempre fuiste tú, pero, te perdono Mamá...


Comentarios

  1. Muy, muy intersante, la lectura, la historia, lo sumerge, lo lleva a vivir, a ser parte de ella.
    Felicitaciones estimada Genesis.
    Vamos por mas libros.
    Pedro C.

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  2. Es una historia con una muy buena estructura que nos traslada al pueblo de Bled, su lectura es ligera y atrapa al lector del inicio hasta el final, felicidades

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