El tren de Hamburgo

El Tren de Hamburgo

Por Génesis Barrera.

@genesisentrelineas

 Corría el año 1980, acostumbraba a asomarme por la ventana únicamente para verlo pasar. No era un tren cualquiera. Su color, era como aquellos recuerdos olvidados, parecía arrastrar consigo no solo vagones, sino también los años. Los fierros oxidados crujían al doblar la curva, como si cada trayecto le cobrara una deuda al pasado. Era un tren viejo a su suerte seguía allí, puntual, como si el tiempo no se atreviera a retirarlo.

—¿Alguna vez lo repararán? —me preguntaba en voz baja, mientras apoyaba la frente contra el vidrio frío de aquella diminuta ventana que daba directo a la parada del tren de Hamburgo.

Tenía apenas catorce años cuando papá, en uno de esos arranques suyos de ternura, me sorprendió con un regalo tan inesperado como encantador: una ciudad diminuta. No era un juego cualquiera, sino una maqueta, con tejados rojos que parecían arder en las tardes de sol, árboles de papel recortados con precisión y paredes de cartón tan finos que parecía que un soplo bastaría para deshacerlos.

Sabía que disfrutaba construir cosas con paciencia, dibujar esquinas, imaginar calles y paisajes que solo existían en mi cabeza. Tal vez por eso me la regaló. Tal vez, también, porque intuyó que, en medio del silencio creciente de aquella casa, yo necesitaba algo que pudiera armar con mis propias manos.

La cuidaba con esmero, como si se tratase de una ciudad viva, palpitante, que dependía enteramente de mis manos. Y tal vez lo era. En cierto modo, sí lo era.
En aquella maqueta construí un tren… no cualquier tren, era el de Hamburgo, pero con la melancolía de lo antiguo. Me gustaba observarlo recorrer sus diminutas vías, como si cada vuelta fuese una forma de mantener con vida los recuerdos que ya no tenían lugar en el mundo real.

Mi habitación estaba en el ático, un rincón apartado y silencioso, con la mejor vista hacia el frente de la casa. Desde allí podía observarlo todo: las viviendas vecinas y, en especial, la conocida parada del tren. Altos árboles intentaban ocultar el lugar, como si quisieran protegerlo de las miradas curiosas del mundo. Pero el tren al llegar, siempre se hacía notar. Pasaba solo, sí… pero con una presencia tan intrigante que parecía observar más de lo que dejaba ver.

Recuerdo que cada mañana emprendía el mismo trayecto. Me esperaban veinticinco minutos de viaje hasta la escuela, conocía de memoria el horario del tren, así que cruzar ese trayecto nunca fue un problema. Antes lo recorría de la mano de mamá; ahora lo hago sola, con mis zapatos sucios golpeando el empedrado y en mi mente contaba cada paso que debía dar.

Aquel día, al llegar a la parada, sentí una mirada clavarse en mi nuca. No era la primera vez. Ya me había acostumbrado a esa sensación persistente, casi familiar. Intentaba no darle importancia. Siempre subía gente extraña: pasajeros de otros pueblos, de otras historias… y no era difícil imaginar que, entre ellos, pudiera esconderse alguien que no inspirara confianza.

Siempre el mismo reflejo. Un hombre alto, vestido con un traje oscuro que le caía hasta las rodillas, sombrero clásico y un maletín café, tan viejo como el tren mismo. Jamás llegaba tarde. Siempre estaba allí antes que todos, ocupando el mismo rincón de la estación.

A veces lo saludaba con una sonrisa tímida. Él nunca respondía. Pero tampoco era descortés; había en su silencio algo sereno, incluso elegante, Nunca cruzamos una sola palabra, y, sin embargo, su presencia pesaba.

Solía detenerme en la esquina donde el viento soplaba con más fuerza. Cerraba los ojos, contaba hasta diez y, como una aparición que nunca fallaba, el tren surgía de la curva. La brisa levantaba mi cabello mientras sujetaba con fuerza mi pequeña maleta acompañada de mis cuadernos de la escuela.

Él subía primero. Siempre. Luego, yo. Sin hablarnos, ocupábamos el mismo vagón. Él en su esquina, con el periódico extendido. Yo en la mía, con un refresco frío y la mirada perdida entre las ventanas. Viajábamos en silencio, siempre era así, siempre la misma rutina.

Veinticinco minutos. Exactos. Mamá me lo había repetido una y otra vez:

—Parada ocho. Te bajas, giras a la izquierda, pasas el terreno vacío y caminas hasta la escuela.

Lo anoté en mi cuaderno. Nunca lo olvidé.

Desde la muerte de mamá, el silencio se volvió una presencia constante, casi tangible, como una sombra que se instalaba en los rincones de la casa y en los repliegues de mi ánimo. No era el tipo de silencio que calma; era uno que desgasta, que carcome los pensamientos lentamente.

Mis intentos por apartarme del mundo fueron más persistentes que cualquier otra cosa. A veces pensaba que desaparecer un poco era la única forma de seguir. Sin embargo, siempre volvía a su rostro. A esa imagen suya, intacta en mi memoria: sonriente, firme, repitiéndome con dulzura que debía continuar, que la vida —por más áspera que fuera— no se detenía, y que yo debía, avanzar, sostener lo que quedaba.

Siempre ella, tan serena. Siempre así. Tan llena de vida... como lo fue su partida: abrupta, inesperada, como el giro final de una novela que uno no desea terminar y yo a mi corta edad, no entendía nada.

En los recorridos del tren, él bajaba en la misma parada. Siempre. A veces nadie más subía. nadie más bajaba. A veces solo éramos nosotros. El silencio, el frío y el paisaje de Hamburgo eran nuestros compañeros de viaje.

Al salir de clases, lo encontraba de nuevo. De pie, en la misma estación. Como si no se hubiera movido en todo el día. Algunas veces vestía de café, otras de negro. Un día llevaba sombrero, otro día, sólo la sombra cubría su rostro. ¿Me seguía? ¿O era solo parte del paisaje… como el tren? ¿entre risas me lo repetía en la mente, curioso no? 

El frío de la estación tenía algo inquietante. No era solo el clima; era una sensación rara. Algo que se arrastraba bajo la piel.

Hasta que, una mañana cualquiera, mientras esperábamos el tren, escuché una voz a mi espalda.

—Hola, pequeña —dijo.

- Ni tan pequeña pensé yo- Me giré. Era él. Su voz —grave, firme, rompía el silencio con una delicadeza inesperada. Sonreía. No era una sonrisa forzada ni invasiva. Era, más bien, amable. Casi familiar.

—Hola —respondí, mientras mi mente recordaba las palabras de advertencias de mamá sobre los desconocidos, pese a que en Hamburgo nunca pasaba nada, no estaba de más seguir con las reglas, o al menos eso era lo que yo creía.

—¿Vas hacia el norte? —preguntó, ocultando sus ojos bajo un sombrero antiguo, de color café.

—Sí —respondí, seca, distante, evitando cualquier tipo de contacto visual.

Él solo sonrió y, con una voz tranquila, añadió:

—Te he estado esperando.

El miedo se apoderó de mí de inmediato. Retrocedí un paso, intentando alejarme sin llamar la atención, y procuré no continuar la conversación. Él simplemente se hizo a un lado, respetando el silencio. Ambos subimos al tren, como si nada hubiera pasado, y retomamos la rutina… aunque ya nada parecía tan habitual.

Solía llegar del colegio y acostumbraba a dejar la mochila, esquivar los vidrios vacíos del pasillo y encontrar a papá, como siempre, sumergido en su silencio y en el alcohol. Fingía estar bien. Siempre fingía. Pero la verdad se le escapaba por los ojos, y por la forma en que evitaba mi mirada.

Desde que mamá murió, algo dentro de él se quebró, y en lugar de recoger los pedazos, simplemente dejó que el tiempo se lo consuma, poco a poco. Apenas trabajaba unas pocas horas al día. El resto del tiempo lo dedicaba a beber, como si el alcohol pudiera ocultar su deseo creciente de desaparecer del todo.

En aquella casa estábamos él y yo. Y ahora también mi ciudad: la pequeña maqueta que se había convertido en mi refugio, mi escape. Mientras él, abajo, batallaba con el mundo, con su sombra… con su dolor.

A veces subía a mi habitación sin decir una palabra. Solo se quedaba allí, de pie, observando la maqueta con una mezcla de nostalgia y algo que nunca supe nombrar. Yo evitaba hablarle. Sabía que cualquier palabra, por mínima que fuera, podía encender una discusión pues él solía no estar en sus cabales.

Así fue mejor, supongo. Cada semana, él limpiaba con cuidado mi ciudad en miniatura. Y yo lo miraba en silencio, desde un rincón, como si viéndolo hacer eso pudiera entenderlo un poco más. Al terminar, me sostenía la mirada apenas unos segundos, cerraba la puerta… y volvía a su habitación.

Papá ya no era el mismo. Su mirada, antes cálida y llena de vida, ahora cargaba un peso imposible de sostener. Lo único que quedaba de su antiguo yo era el recuerdo de aquel día… el único día en años en que apareció sobrio, limpio, distinto.

Fue ese mismo día cuando me entregó la maqueta. Su gesto fue torpe, casi tímido, pero había algo en sus ojos que me hizo pensar, por un instante, que las cosas podían cambiar.

Entonces sonó el teléfono. Una llamada breve, pero definitiva. Del otro lado, alguien pronunció las palabras que fracturaron todo: mi madre había muerto.

Jamás olvidaré su reacción. Se derrumbó como un niño, arrodillado en el suelo, golpeando el piso mientras gritaba: “¿Por qué yo? ¿Por qué yo?”. Yo no entendía nada. Corrí hacia la puerta principal, y desde allí escuché las alarmas. Eran patrullas. Policías. Venían a hablar con papá.

Una brisa fría atravesó la casa. La luz pareció apagarse de golpe. El ruido fue reemplazado por un silencio espeso, como si el mundo se hubiera encogido junto con las puertas.

Lo miré, quieta, sin poder moverme. Y cuando lo escuché decir que ella se había ido, lo supe… No solo mamá se había ido ese día. También papá. Aunque su cuerpo siguiera allí, algo dentro de él se había marchado para siempre.

Me derrumbé. También yo me derrumbé. Sentí cómo el mundo se me caía encima, y dentro de mí, era como si mil astillas de vidrio martillaran sin descanso mi corazón. Los recuerdos, todos esos momentos que habíamos construido juntas, se agolpaban en mi mente, y lo único que podía oír, una y otra vez, eran sus palabras: “Te amo, mi niña”.

Desde ese instante, todo cambió. Yo, que apenas era una niña empezando a crecer, quedé atrapada en un alma triste y apagada. Se acabaron las risas, los juegos, la luz. Solo quedábamos papá y yo… cada uno roto a su manera, aprendiendo a vivir con una ausencia que lo llenaba todo.

Tiempo despúes, en uno de los tantos trayectos hacia la escuela, mientras el tren de Hamburgo avanzaba, yo trataba de ocultar el dolor que seguía latiendo en mi pecho. Recuerdo que ese día, mientras miraba por la ventana con la mente a la deriva, una pregunta comenzó a perseguirme: ¿Quién era ese hombre que me dijo que me estaba buscando?

Pasaban los días, y la escena se repetía en mi memoria como un eco insistente. Su voz, su sombrero antiguo, su sonrisa extraña. Había algo en él que no lograba apartar. Me era imposible no pensar en todas las posibilidades. Imaginé que podía ser un pariente lejano de mamá, alguien que venía con respuestas, con verdades guardadas. Pero no. No era así.

Pasaron dos semanas sin volver a verlo. Inquietante, su ausencia comenzó a pesar más que su presencia. Disimulando mi ansiedad, lo buscaba con la mirada cada vez que subía al tren, recorriendo con los ojos cada vagón, esperando encontrar su silueta entre los pasajeros. Pero no… no estaba.

Durante esos días, volví al mismo lugar donde solía pararse, como si algo dentro de mí se negara a aceptar que había sido solo un encuentro pasajero. Me quedaba allí unos minutos más, fingiendo indiferencia, pero con el corazón latente. Lo buscaba entre la gente, entre las sombras, entre los reflejos del tren en movimiento. Y siempre me iba con la mente llena de preguntas.

El viento dentro del tren se volvió más frío, casi cortante. De pronto, un frenazo brusco —inexplicable, violento— sacudió todo el vagón. Salí disparada hacia adelante y mi cabeza chocó con la mesa con un golpe seco. El dolor fue inmediato, pero más fuerte fue la sensación de que algo no estaba bien.

Intenté incorporarme, pero el mareo me vencía. Desde el fondo del tren, sentí cómo una oscuridad espesa comenzaba a avanzar hacia mí, como si tuviera vida propia.

Quise gritar, pedir ayuda, pero solo podía pensar en él. En ese hombre que se había convertido en un extraño… y al mismo tiempo, en alguien a quien empezaba, sin quererlo, a extrañar.

Esperaba que alguien me socorriera. Tal vez —y esto me asustó admitirlo— esperaba que fuera él.

Después de mi recuperación, cuando por fin retomé mi rutina, volví a caminar hacia la parada como tantas otras veces. Pero esa mañana, algo era distinto. A lo lejos, entre los árboles lo vi.

Era él. Estaba allí, de pie, inmóvil, con su largo abrigo negro y su habitual sombrero que le ocultaba los ojos.

Lo observé como una niña mira a alguien que admira sin entender por qué, con una mezcla de asombro y necesidad. Y eso era lo que él me provocaba: una sensación imposible de explicar.

Había en él algo familiar… como si lo conociera desde siempre. Tan cercano y, sin embargo, también tan lejano, tan ajeno, tan cubierto de una niebla que no lograba atravesar. Un desconocido que, inexplicablemente, me hacía sentir en casa.

—Hola —dijo él, sin mirarme a los ojos.

Estábamos solos, parados uno junto al otro, en una línea recta que evitaba el contacto visual, como si cualquier cruce de miradas pudiera romper algo invisible entre los dos.

—Hola, señor —respondí, con la voz temblorosa, apenas un susurro que intentaba sostenerse entre los latidos de mi pecho.

—Te he estado esperando —añadió, con esa calma inquietante que solo logra quien guarda demasiados silencios.

En ese instante llegó el tren. El sonido metálico llenó el andén, pero no rompió el momento. Lo miré. Esta vez, él también me miró.

—¿Cómo te llamas? —lo tutée esta vez, decidida a no dejar que la oportunidad se esfumara otra vez.

—Azrael —respondió con una voz dulce, cada vez más cálida, como si mi pregunta hubiera desarmado algo en él.

Subió al tren sin decir nada más y, como si todo estuviera escrito, se sentó en el mismo lugar de siempre. Desde la esquina del vagón, lo observé con atención. Su nombre resonaba en mi mente, como un eco.

Azrael... Azrael... repetía en voz baja, como si al nombrarlo pudiera desenterrar algún recuerdo dormido. Me esforzaba en recordar si mamá alguna vez lo había mencionado, si su voz o su sombra formaban parte de alguna historia olvidada.

Pero no… nada venía a mí. Solo su nombre, flotando en el aire, cada vez más inquietante.

El recorrido duró los mismos veinticinco minutos de siempre, desde la escuela hacia el norte, hacia “casa”. Pero esta vez, al llegar a la parada, el cielo se oscureció de golpe, como si un eclipse hubiera caído sobre el mundo sin previo aviso.

Azrael se levantó de su asiento. Se detuvo en medio del vagón, y su figura se cubrió de sombras densas, casi líquidas, como si la oscuridad misma lo abrazara. Todo en él parecía desvanecerse, era tan impenetrable.

Con la mirada baja, extendió su mano hacia mí.

—Te he estado esperando —

dijo con una ternura que dolía.
—Es momento de irnos.

Algo en mí comenzó a desprenderse. No sabría decir si era el alma, la memoria o el tiempo. Las lágrimas brotaron sin control, mientras una avalancha de recuerdos cruzaba mi mente como una película apresurada: mi risa, su voz, mamá, los trenes, mi infancia… todo. Absolutamente todo.

Y fue en ese instante, en medio del silencio, donde lo entendí. Él no estaba esperándome por casualidad. Él venía por mí. Siempre fue a mí a quien buscaba.

El tren de Hamburgo se volvió más antiguo, más gris, y sus ventanas se transformaron en pantallas que proyectaban lo que yo me negaba a recordar: el accidente. La carretera. El impacto. El grito. Mamá. Pero esta vez, no era solo ella. Yo también estaba allí.

Azrael no era un extraño. Era la despedida que había estado tocando a mi puerta con delicadeza. El ángel de la muerte.

Tomé su mano. Fría, pero serena. Juntos caminamos por el vagón, y al fondo, una luz blanca comenzaba a abrirse como un horizonte nuevo. Me volteé una última vez.

Y lo vi.

Papá, arrodillado, con el rostro cubierto de lágrimas. Lloraba con un dolor tan puro, tan vivo, que partía el alma. Y lo entendí todo-

Ya no podía quedarme.

—Llegó el momento de irme contigo —susurré—. Esta vez, no me vas a esperar más.

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